La
semiruralidad existe entre lo urbano y lo rural. Es un espacio que crece a orillas de carreteras, entre ciudades y va definiendo tu carácter. Nacer en ese espacio ambiguo fuerza a perseguir lo
que no se ha heredado y a huir de la cultura agraria a la que nunca se pertenece y aun así se lleva en la piel, como una mancha.
La foto
familiar tiene una grieta sobre la figura de la madre. Esa madre a veces empelucada, masticando chicle, escuchando a Elvis y bailando twist. Me he preguntado si ella intentó romper esa foto pero
luego cambió de idea. Es una foto que intuye el por venir porque el paisaje del fondo cambió a los pocos años y la calle se inundó de un tráfico incesante y un aire particulado. Es la única foto
donde el padre está sonriendo mientras acerca una mano. Es la que predice el autobús aéreo en el que se iba y venía de la megaciudad al trópico y viceversa año tras año. Cruzando océanos, como
aproximadamente un 60 por ciento de la población de la isla, que se marchaba en olas migratorias incesantes.
Nacer en la
liminalidad es una sentencia a no estar ni en un lugar ni en otro; ni aquí, ni allá. Ese existir entre espacios obliga a ser parte de algo sin pertenecer: a estar presente y ausente al mismo
tiempo. Es vivir en circuitos constantes y agotadores. Isla en movimiento, medio sumergida en aguas cristalinas y azuladas. Crecer cerca de un lago, porque la isla contiene agua en todas partes,
agua que diluvia, agua que sale de las entrañas de las montañas verdes y baja hasta los mares más profundos.
Aquella niña
era yo, la de la mirada brillante y sonrisita alegre. Un libro y una imagen me dieron una vida más jugosa. Años más tarde, aún con una mirada resplandeciente y una sonrisa grande, llegar a la
ciudad, no en una carreta como en antaño, pero sí en minibús petado y caluroso, a estudiar, a crecer, a continuar. El acento y algunas expresiones eran diferentes, sobre todo la articulación de
la rr, en la parte posterior de la boca, era un identificador de aquellos que habitan las montañas, por lo cual tuve que disfrazarla rápidamente con otras rs hasta que poco a poco todas las
consonantes se dispersaron y se fundieron hasta casi perder la claridad de la palabra. ¿Cómo saber? Además, ya he perdido muchos de esos sonidos, se han contaminado con todos los lugares y
personas que he habitado.
Casi al final
del siglo, a la megalópolis a reinventarse y a perseguir los pasos de un padre desaparecido. Tal vez unos ojos menos relucientes y cuerdos. ¿Quién soy? ¿Dónde estoy? ¿Cuál es mi idioma, mi casa,
mi identidad? ¿La isla existió alguna vez? ¿Tenía esos mares azul turquesa y ese cielo cerúleo que yo recordaba; y las nubes gordas y blancas moviéndose en la brisa suave? ¿Acaso olía a arroz,
plátano y aceite enredado en aromas frutales? La isla soñada desde ciudades sajonas a las que se acudía en busca de algo intangible. Siempre recordando a la isla paraíso temblando y engullida en
la oscuridad del océano: amor de siempre, amor primal. Rupturas por las migraciones y luchas idiomáticas, vida en movimiento; enlaces claros así como imaginados.
Años más tarde
un ir y venir a otro continente hasta ya no volver. En un nuevo país encontré espejos que reflejaban mi imagen fragmentada. Volví a encontrar un idioma y un ambiente conocido al que llevaba
sepultado profundamente en el alma. Me quedé a vivir, a ver crecer, a envejecer y a volver a renacer. Por un momento fugaz volvió a surgir aquella sonrisa en la mirada... pero entonces pasaron
otras cosas de las que es mejor no escribir ahora.
Soraya Marcano participó en el taller de autobiografía mínima impartido por Beltrán Gambier (con la colaboración de Guilas
Moreira) en la biblioteca Vargas Llosa, Madrid. 2024